"La verdad -y la justicia- exige la calma, y sin embargo sólo pertenece a los violentos"
G. Bataille
"(...)Pasar de carne de cañón a carne de consenso es desde luego un «progreso». Pero estas carnes se corrompen enseguida: la materia prima consensual es esencialmente putrescible y se transforma en una unanimidad populista de las mayorías silenciosas, que nunca es inocente. A este populismo clásico parece sumarse entonces un populismo yuppie un tecnopopulismo que no duda en alardear de su carnívora posmodernidad, listo para localizar y digerir el best-of de los bienes y servicios del planeta. El punto de vista tecnopopulista se exhibe ahora sin complejos y pretende reconciliar dos espiritualidades: la del tendero de la esquina y el jefe de contabilidad «la pela es la pela» con la espiritualidad administrativa del inspector de Hacienda en otro tiempo un poco más ambiciosa
Estas dos espiritualidades caminan desde ahora cogidas de la mano, seguras de su legitimidad y repartiendo ultimátums: «¿Para qué sirven ustedes? Deberían avergonzarse de ser tan abstractos, tan elitistas», irritadas, si no exasperadas, por toda actividad que no se deje acotar en el limitado horizonte de un jefe de contabilidad y suponga, por consiguiente, un desafío insoportable a la miseria del «pragmatismo» contemporáneo que tanto le gusta invocar al tecnopopulista. Ahora tocamos un punto sensible de su tartufismo: se siente insultado por todo lo que le supera y denuncia como «elitista» toda iniciativa mínimamente alejada de las preocupaciones del «hombre de la calle» de lo que se ha dado en llamar «las cosas serias de la vida» y de la simplonería de su «querer-comunicar».
Por eso, para nuestros «demócratas» tecnopopulistas, la enseñanza es siempre demasiado cara, pues de todas maneras la cretinización a través de la comunicación sustituye ventajosamente al autoritarismo de antaño.
Un conocimiento, aunque sea somero, de países como Alemania, Inglaterra o Francia, muestra sin embargo que los periodos más brillantes de su historia siempre han resultado de una capacidad para acondicionar espacios al abrigo de las presiones de la demanda social inmediata, de las jerarquías establecidas, y por tanto aptos para acoger nuevos talentos sin distinción de clase, en resumen, para albergar a una aristocracia cultural no cooptada por el nacimiento o el dinero.
Es fácil adivinar por qué el tecnopopulismo fomenta las bajezas y cobardías del hombre medio, y sobre todo las de su vanguardia técnico-comercial, esos pequeños truhanes portuarios iniciados en la econometría, todos esos prototipos poco apetitosos que vuelven locos a los institutos de predicción, esos «comedores de hombres» en 4 X 4, cuyo sentido crítico no es muy superior al de la tenia, y que se pasan el día rumiando su «no hay que soñar» y su «yo soy diferente».
El tecnopopulismo distingue cuidadosamente entre dos «radicalismos», uno que detesta sospechoso de ser enemigo de la democracia, porque intenta sustraerse a la patanería y la impaciencia contemporáneas y espera dar al traste con los escenarios socioeconómicos del Banco Mundial y otro cuyo fuerte olor a mayoría moral aprecia: el del Hombre del saco y el de las picotas mediáticas. Si le pidiesen que definiese la new-age, el tecnopopulista respondería: «Es la era de Internet, las asociaciones de madres de familia videoadictas y la silla eléctrica». Por eso le encanta transfigurar sus Agripinas, sus Thénardiers y sus Tartarines en Gavroches de plató televisivo, fustigadores de «privilegios» y rebosantes de Causas Justas.
Pero aún hay más: lo que vale para los individuos vale también para los pueblos; toda protección social, toda noción de servicio público «mantenida artificialmente fuera del mercado», esto es, toda conquista histórica, debe ser borrada y denunciada como un «privilegio» que amenaza los grandes equilibrios y dispara las señales de alarma socioeconómicas de la Historia prometida por los tecnopopulistas del mundo entero. Pues sólo calculando su peso «real» econométrico y rechazando resueltamente todo patrón «utópico y marxistizante», cada país podrá pretender un puesto de preferencia en el cuadro de honor de la prosperidad mundial.
Los franceses han tardado mucho tiempo en comprender que esto concierne a todo el mundo y no sólo a los «metecos» del Sur. Por eso, desde 1974, el tecnopopulismo está inquieto: Francia «pesa demasiado», sufre de obesidad simbólica, y la intolerable «singularidad francesa» surgió, hace ya diez años, como un golpe de efecto orquestado por los jóvenes pedantes del Instituto de estudios políticos.
Los contrarreformistas liberales y con ellos muchos otros pueden estar contentos: Francia se acerca simbólicamente a sus cuotas de mercado, y muchos de sus intelectuales tienen algo que ver en el asunto. La República ya no es tan orgullosa: por fin se ha resignado a un destino a la medida de sus posibilidades el de subprefectura «democrática» del Nuevo Orden Mundial que sabe arrodillarse ante una opinión cuya fabricación se le escapa cada vez más y abandona esa idea «jacobina» según la cual el valor de la democracia se justifica exclusivamente por la excelencia de los destinos que persigue idealmente para todos, sin plegarse a la media de los egoísmos y vilezas de cada uno. No es extraño por tanto que la peste nacionalracista vuelva a asomar a la superficie... Casi han conseguido transformar un gran pueblo en un audímetro servil y provinciano, y una parte de su elite intelectual en populacho compradore, en cuarterón de subalternos editorialistas de esos formidables evacuatorios mentales en que se han convertido las democracias de mercado ?siempre atareadas en recortar sus agregados económicos poco favorables, producto de la fermentación de cientos, y pronto miles de millones, de psicologías de consumidores-panelistas devorados por la envidia y el deseo de acaparar al menor coste posible.
«¡Positivizad y maximizad igual que respiráis!», podría ser el eslogan de esta clase media mundial convencida de estar viviendo el Fin de la Historia. Este final de la Historia no sería, después de todo, más que el descubrimiento de una forma óptima de termitero, o más bien de yogurtera de clase media de la que Singapur sería un siniestro modelo reducido, que administra las fermentaciones mentales y afectivas mínimas de protozoarios sociales.
«Intercambiaréis cinismo mercantil permanente por lágrimas de cocodrilo de ocasión»: esta es la divisa de la yogurtera, pues desde el caso Diana sabemos que ya ni siquiera es necesario ser actor o cantante para convertirse en una estrella, y que basta con divorciarse y respirar para hacer lloriquear a dos mil millones de hombres.
Para la Contrarreforma liberal ya no hay duda: el siglo XXI verá el triunfo completo del individuo. Sin pretenderlo, por supuesto, nos conduce al corazón del futuro combate político-filosófico: hacerlo todo para que el hombre ordinario, ese singular que nunca se produce ni termina, no se confunda nunca más con el Homo eco-comunicans de las democracias de mercado.
Vencer al tecnopopulismo, desechar las yogurteras, es también vencer al nacionalracismo... Eso exige una filosofía de combate. La intelligentsia francesa aún está a tiempo de volver en sí, de dejar de lado a los Trissotin y a las escritoras posmodernas y, sobre todo, de poner término a la cretinización soft a la anglosajona a su «rortyfication», de reaccionar y rechazar, en suma, un destino de rebaño cognitivo suscitando más polémica y prestando menos atención a las modas..."
Gilles Châtelet: "Vivir y pensar como puercos". Lengua de Trapo. 2002.
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