Cada época de barbarie
deja a las generaciones futuras la tarea trascendental de determinar cuáles han
sido los mecanismos de docilidad que aseguraron el silencio de las mayorías. Cómo
fue posible que quienes pudieron alzar la voz contra el horror no lo hicieran,
qué negocios abría el mirar para otro lado, cuál era el origen de los miedos,
por qué no hicieron uso público de la razón, more kantiano, como un ejercicio de mayoría de edad al llegar a la
cincuentena. Quienes acometan en el
futuro esta investigación van a tener material de análisis suficiente, porque
lo que puedan encontrar publicado dará cuenta de lo ignominioso de estos años.
La prensa, alineada en términos generales con el régimen, rebosa de una
complicidad con la devastación que sólo la distancia podrá determinar la
gravedad de sus encubrimientos. Qué impidió ver y denunciar las causas de esta
pesadilla: el paro, la precariedad, el empobrecimiento de amplias capas de la
sociedad, la transferencia de renta de las clases populares a las clases altas,
la desatención de la infancia y la vejez, el desmantelamiento de los sistemas
públicos de educación, sanidad y dependencia, el apartheid sanitario de miles
de personas, el genocidio a cámara lenta de los excluidos por la voracidad
financiera, la salida forzosa de las mejores manos y cabezas del país, la
corrupción sistémica del Reino de España… La tan repetida crisis del periodismo
–rehén de los intereses de los grandes grupos editores- tiene que ver con esta
ceguera y con su imposibilidad de escribir el relato a la altura del momento
histórico.
Sería injusto no
reconocer a los que en medio del infierno, según la célebre imagen de Italo
Calvino, no fueron infierno, los que tuvieron el arrojo y la dignidad para, aun
a riesgo de su seguridad, denunciar los
atropellos de los poderosos. Los que en los tiempos de la vergüenza no dudaron
en poner nombre a las cosas y a sus culpables.
Cada lunes, a primera
hora, los amigos y amigas que leíamos la columna de Miguel Ángel nos
reencontrábamos con un espacio que nos proporcionaba la valentía suficiente
para enfrentar lo insoportable. Su columna creaba comunidad, los amigos la
compartíamos y la comentábamos, hallábamos muchas de las claves de lo que
estaba pasando. Nos aliviaba de los consensos asfixiantes y nos alegraba el
día. Miguel Ángel, que es un profesor de mirada amplia, implacable con los de
arriba y de una empatía feraz con los de abajo, tiene la virtud de la claridad
en sus exposiciones y la pasión cívica de los clásicos. Las columnas
periodísticas que recoge este libro son un almanaque de los días de ira y
tendrán un valor arqueológico cuando se intente reconstruir tanta ruina. Para
entonces, confiamos que en breve, Miguel Ángel publicará un segundo libro con
nuevos textos que relatarán otro tiempo: el de la esperanza y la vida digna y
decente para todas y todos.

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