"No le preguntes al extranjero su lugar de nacimiento; sino su lugar de destino"

martes, 26 de julio de 2011

El caso Savater

      Estas declaraciones me hicieron recordar un estupendo artículo de Edurardo Subirats en el que trazaba con absoluta precisión una semblanza de Savater. Se publicó hace más de 20 años en el desaparecido diaro "El Independiente".

Por Eduardo Subirats. El Independiente, Madrid, 27-05-1991
        
       De talla pequeña, y no por eso menos altanero precisamente, rasgos pocos delicados, gestos nunca elegantes y porte enérgico, que a menudo linda con lo pendenciero, un hablar fácil y colorido, más inclinado a los excesos de la retórica que al rigor del concepto, nunca muy dispuesto al diálogo reflexivo, y más dado al impresionismo momentáneo e inmediatamente eficaz de la ocurrencia brillante, a las opiniones personalmente sustantivadas y a los saberes consabidos, que al trabajo analítico, quizá el rasgo más positivo que distingue a este escritor con pretensiones de filósofo es un instinto de intelectual callejero que conoce mejor que nadie los entresijos de tertulias cafeteras, practica a sus anchas el comadreo y conoce las secretas lealtades que más allá de cualquier inteligencia o conversación entretejen los hilos de un concepto arcaico de poder que en España, de todos modos, siempre ha concebido la actividad intelectual como una política coartada. Personaje singular, sin duda, de carácter no obstante prototípico de una España tradicional y castiza.


       Nada, por decir algo y señalar otra cosa, del rigor analítico y de la lealtad a una tradición intelectual que ha existido siempre en el universo de los humanistas alemanes. Ni punto de comparación tampoco con la elegancia distante y fría del profesor anglosajón. Su estilo, sus conceptos, su retórica son rudas. Sus palabras, lo mismo que su mirada, siempre extraviada hacia lo alto lo mismo que un extasiado místico esperpéntico, traducen algo de la dureza y la hosquedad castellanas. Lejos el refinamiento intelectual francés, o la plasticidad latina. Lejos también aquella intensidad poética y profundidad histórica que siempre distinguieron a los intelectuales de Latinoamérica. Nada, en absoluto y en fin, de aquella actitud autocrítica y de aquella voluntad reformadora que ha caracterizado lo más apasionante, lo poco, y lo hoy olvidado, del pensamiento español en sus exilios.


       Y, no obstante, cuando amigos alemanes o americanos me preguntan por nombres y tendencias del pensamiento español contemporáneo, no dudo un solo instante. Savater es el escritor absolutamente representativo de las formas y hábitos, de los valores y del horizonte teórico que ha distinguido la endeble cultura intelectual española durante años de la transición. Lo afirmo sin ironía, aunque tampoco con admiración.


       Intelectualmente hablando, Savater es un moralista de vieja usanza, lo que en un país de raigambres culturales a la vez estatales y católicas significa la tradición de los púlpitos y de las inquisiciones. La trascendencia, la profecía nihilista, el pesimismo moralizante, la violencia, y los signos metafísicos de lo heroico, del afán de poder, de la afirmación inmediata, radical, encendida y sustancial de sí mismo, el vitalismo a ultranza y a expensas de la reflexión, la combinación de un radicalismo estilístico y la ausencia de un dimensión crítica desde un punto de vista conceptual, la actitud intelectual legitimatoria frente a los signos más primitivos de las instituciones políticas dominantes, todos esos rasgos arcaicos y arcaizantes que se encuentran en toda la ensayística española, sin embrago llamada moderna, desde Unamuno hasta Madariaga, desde Maeztu hasta los portavoces del fascismo en su década asimismo heroica, se vuelven a dar cita en su extensa y poco intensa obra.


       La segunda característica positiva de Savater reside en decir siempre lo que toca decir, y el hacerlo a la vez con retórica radicalidad y un espíritu invariable de conservadurismo y adaptación circunstancial; en fin, de situacionismo en el sentido portugués de la palabra. A este propósito es interesante recordar el itinerario intelectual de Savater. Sus primeros libros atacaban dos objetivos: la filosofía y las estrategias políticas de izquierdas en el contexto de la oposición antifranquista. Lo primero se realizaba a dos bandas: la anquilosada formación académica, y la escolástica marxista. Fue su crítica una lucha desigual contra un enemigo, la filosofía española, que sólo tenía y tiene una existencia burocrática, torda y torpe. Frente a esta inexistente filosofía que no era preciso “tachar”, Savater esgrimió la alternativa de una retórica de la opinión y de la creencia, que era al mismo tiempo un pensamiento vitalista, profundamente ligado a la afirmación inmediata de la persona, del Yo. Otro arcaísmo del pensamiento español en la era de su decadencia. Por otra parte, contra la izquierda española, que fue ciertamente dogmática y autoritaria, y acabó siendo liquidada en los 70 bajo un principio simple de brutalidad y represión, Savater blandió a la vez una filosofía social de signo pesimista y reaccionario, y un vago anarquismo.


       Los títulos de esta perspectiva intelectual de finales de los años 70 y comienzos de los 80 rezaban: nihilismo, acracia, voluntad de poder, la sofística, la retórica como alternativa a la filosofía. Todo ello acompañaba el miserable entorno de los últimos días del franquismo con sus excesos desesperados de crueldad y despotismo, la liquidación de una generación joven que asumió una protesta excesivamente radical para las posibilidades del país, las figuras de continuidad política e institucional bajo la forma de un cambio constitucional, la decepción y la depresión colectivas que acompañaban todo el proceso. El vitalismo, la negatividad abstracta de un anarquismo “sui generis”, un gesto nietzscheano a la moda, y una protesta retórica convirtieron a Savater en el portavoz airado de una generación fracasada.


       Luego llegó la era socialista, la política cultural de “movidas” y universidades veraniegas, el “boom” económico de la democracia, los “collages” posvanguardistas, la moda España. Aquella misma generación abandonó los sopores del “pasotismo” y las drogas blandas, y del nihilismo metafísico que abrazaban. Y se alzó como la cabeza vencedora, la verdadera generación del futuro. Savater entonces lanzó el grito al héroe y a sus trascendentes tareas de una moral positiva. Fuel periodo de su gloria.


       En todos estos casos, Savater reformulaba, apañaba, refundía viejos ideogramas del tradicionalismo español bajo el nuevo estilo de una vehemente jerga modernosa. Ese es también el tercer centro de interés de su obra: su valor sintomático con respecto a una realidad cultural y social que, bajo los nombres del cambio, de lo nuevo y de la modernización, restituía lentamente el pleno derecho a valores arcaicos: el individualismo ácrata, el heroísmo, el nihilismo moralizante y consolador, el rechazo de una concepción analítica o hermenéutica de la filosofía, la formulación de la crítica como retórica, la opaca resistencia a una transformación profunda de los mitos constitucionales de la tradición cultural española. El modelo intelectual que históricamente le antecede es precisamente Ramiro de Maeztu: también un militante anarquista en sus años de juventud, luego vitalista y retórico apasionado, más tarde un nietzscheano por así decirlo apostólico, que, ya en su obra madura, se abrazó al programa de un humanismo retórico y moralista, y acabó atado, por vía de Hispanidad, al ideario fascista-cristiano del héroe como principio nacional redentor.


       Semejante contemporaneidad de un pensamiento, la condición de su carácter sintomático por otro lado, la paga Savater al mismo precio que la cultura española dominante de los últimos años: banalidad y venalidad, un cierto afecto de superficie que disfruta de todos los beneficios del ser vistos, y brillar y lucir, y ninguna consistencia intelectual. Su santo y seña ha sido mantenerse en la cresta de la ola. Arte difícil que no exige ni el espíritu ambicioso del navegante, ni la voluntad penetrante del buceador de aguas más tranquilas y profundas, sino la astucia del mantenerse a flote, evitando horizontes excesivamente lejanos, lo mismo que las demasiado próximas turbulencias, siempre al azar inseguro de los flujos y reflujos de la vida política.


       Inconsciente y deselegante, el carácter netamente descriptivo, flotante, de la obra savateriana lo debe en definitiva a su seducida proximidad con el mundo de la política y del poder que, a fin de cuentas, él siempre acaba por legitimar. También una arcaica usanza del hombre de letras en la España tradicional. En el contexto de la endeble cultura española, en la que el intelectual crítico e independiente sigue siendo un indeseable. Savater destaca, en fin, como el “number one” y el “enano” al mismo tiempo, por emplear metafóricamente la jerga de quinquis que los altos funcionarios de la administración española parecen utilizar estos días como metadiscurso político. Una síntesis perfecta. Ella representa aquella mediocridad de la visión, de los medios técnicos, de la sensibilidad y la fantasía que hoy constituye precisamente e signo de la distinción de nuestras dominantes élites.

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